martes, 18 de febrero de 2014

El vicio femenino de creerme telépata


Me preguntaba si otra vez tendría que aceptar simplemente la ausencia de futuro, aceptar que el hombre-pareja era una quimera que tendría que perseguir la vida entera. Después de muchos amores, de búsquedas errabundas, de saltos mortales para atrapar la ilusión de paisajes más verdes y nutritivos, al fin había descubierto que cada geografía humana tiene sus precipicios. El reto no estaba en encontrarse, sino en la colonización del territorio como labor amorosa de dos seres imperfectos que se aceptan y acuerdan trabajarse las tierras, tender puentes, y que no se escapan al primer derrumbe o terremoto. La experiencia me brindaba su sabiduría justo cuando más agrietado y resbaladizo era el terreno.

Con Carlos, como con ningún otro, me despojé del vicio femenino de creerme telépata. La empatia exagerada. «Si hago esto, va a pensar esto; si digo esto, va a creer lo otro.» Oficio desgastante e inútil por demás. Con él me arriesgué a ser exactamente quien era. Decir exactamente lo que sentía. Asumir los riesgos de mis emociones. No sé qué día me prohibí actuar pensando cuál sería su reacción. Lo llamaría cuando quisiera, le revelaría cuanto se me pasara por la cabeza. Como un vértigo, al principio, atreverse a desvelar la verdad de las emociones. A las mujeres nos educan desde niñas para complacer. Nos entrenan para ser camaleones de nuestros hombres, adaptarnos a ellos. Si no nos detenemos a tiempo nos despersonalizamos. Reconocer esto me costó mucho dolor y no quería repetirlo. 

 Gioconda Belli


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